Llega el buen tiempo y las temperaturas suben poco a poco, del mismo modo que para muchas personas sube el nivel de ansiedad ante la idea de comenzar a mostrar su cuerpo a los demás. En verano parece casi inevitable tener que exponernos a determinadas situaciones donde nuestro cuerpo se hace más visible. Por ejemplo, el calor nos invita a llevar manga corta o tirantes y con ello mostrar nuestros brazos, dejamos de llevar varias capas de ropa para ponernos prendas ligeras que facilitan una visión más clara de nuestra figura corporal y finalmente llega la época de los baños en playas y piscinas que nos obliga a mostrar de forma directa nuestro cuerpo al natural, sin filtros ni envoltorios.
Para muchas personas (muchas más de las que podemos imaginar) esto supone un verdadero suplicio y el verano significa angustia y malestar casi permanente. Parece que el verano venga a recordar todo ese trabajo pendiente que no hemos terminado de elaborar a lo largo del año sobre la aceptación de nuestro cuerpo y la reconciliación con nuestra imagen corporal. Es una historia parecida a aquella de la cigarra y la hormiga, donde la alegre cigarra se refugiaba en sus cantos y festivales como medio perfecto para evitar aquello que en el fondo sabía que llegaría…
Y si, el verano llega para todos y a muchas personas les recuerda todo aquello que no pudieron hacer antes con la forma de mirarse a sí mismos y toda la evitación que durante mucho tiempo les ha salvado de una exposición que tarde o temprano llega para todos, generando un nivel de angustia en ocasiones muy limitante.
Muchas personas viven tremendamente insatisfechas con su cuerpo, y esta insatisfacción les lleva a evitar a toda costa exponer su cuerpo ante los demás. Esto puede llegar a tener graves consecuencias para la evolución personal, debido a la influencia que ejerce esta evitación sobre la forma en que nos relacionamos con los demás. Por ejemplo, hay personas que evitan quedar con gente para no tener que enfrentarse a la complicada tarea de escoger ropa, sentirse cómodo con ella y mostrarla ante los demás. A veces evitan acudir a fiestas o eventos donde tienen que escoger prendas de ropa que muestran más nuestra figura (vestidos de fiesta o trajes de chaqueta, que son prendas que no pueden competir con la comodidad y discreción de una camiseta ancha que oculte nuestra figura). Esta parte social, tan necesaria para el bienestar de las personas, se ve claramente afectada cuando los planes que se hacen en verano incluyen playas o piscinas donde voy a tener que mostrarme “al desnudo” frente a los demás. Y en un nivel mucho más complejo, hay personas que incluso evitan conocer a otras personas para huir de ese posible momento de intimidad donde sea necesario mostrar el cuerpo desnudo e incluso permitir ser tocado.
Esto pone de relieve la importancia de todo aquello que va más allá de la aceptación de nuestro propio cuerpo. No aceptar mi cuerpo implica muchas cosas, entre ellas, limitar mi forma de mostrarme al mundo y por supuesto mi forma de vincularme y disfrutar de él. Esta cuestión sobre la insatisfacción con la propia imagen corporal se ha visto claramente agravada en los últimos años por la fuerte influencia ejercida a través de redes sociales sobre la forma en que nos miramos. Poco a poco se ha ido creando un espejo en el que pocos pueden mirarse y reconocerse: el espejo de la belleza y la perfección, construido a base de filtros y retoques de la realidad, que más que espejo es un espejismo. Pero se trata de un espejismo que atrapa a muchas personas, que frente a esa idea de perfección corporal empiezan a mirarse a sí mismos como insuficientes e inadecuados respecto a ese modelo ideal (e irreal muchas veces).
Quizás sea el verano un buen momento para hacer autorreflexión sobre cómo me siento respecto a mi cuerpo. Quizás sea un buen momento para mirarme y darme cuenta de qué siento cuando me miro y cuando otros me miran. Y esa autorreflexión puede ser la puerta de entrada a un nuevo espacio: ese espacio donde miro mi cuerpo y puedo verlo desde una perspectiva diferente.
La forma en que nos vemos a nosotros mismos es algo que vamos construyendo a lo largo de la vida a través de experiencias de todo tipo. Por un lado hay experiencias directas sobre nuestro cuerpo que influyen en la forma en que nos vemos. Por ejemplo, si en algún momento de mi vida hubo alguna o algunas personas que fueron críticas con mi aspecto físico, esto va a formar parte de ese aprendizaje sobre la forma en que me veo (aprendo a mirarme a través de los ojos de los demás, a verme a mí misma tal y como ellos me miran). Pero en ocasiones, ese aprendizaje sobre la forma en que miro mi cuerpo no siempre llega de forma directa. Por ejemplo, es posible que tenga una figura de referencia para mi (papá o mamá, un amigo o amiga significativo, primos etc.) que mire su cuerpo de forma crítica o que se exija mucho en este sentido. A través de estas experiencias también aprendemos de forma vicaria sobre nosotros mismos y sobre nuestra imagen corporal. Así, mediante la observación de otras personas significativas para nosotros, extraemos conclusiones que después haremos nuestras y trataremos de aplicar a nuestra propia realidad.
En base a todo esto vamos aprendiendo cosas que condicionan la vivencia subjetiva que tenemos hacia nuestro cuerpo y la forma en que nos percibimos. Es lógico pensar que si hemos necesitado toda una vida para aprender a mirarnos de una forma determinada, también debemos darnos tiempo para poder trabajar en una nueva forma de mirarnos, que en la mayoría de las ocasiones debemos abordar a través de la terapia psicológica para poder modificar estos aprendizajes y la percepción de nuestra propia imagen corporal. Amar y respetar nuestro cuerpo es una apuesta segura para poder sentirnos bien, y ese es un trabajo que debemos hacer desde dentro hacia afuera.
Psicóloga
Adultos y Trastornos de Alimentación